lunes, 22 de octubre de 2012


Sobre la humildad y la soberbia




La soberbia se basa en la injusticia y la mentira. Es la negación de la generosidad, del amor, de la empatía. Quien se acerca a los demás de forma altiva y arrogante, quien se jacta de su fuerza y de su aplomo, sencillamente está mostrando lo infinito de su pobreza, la pequeñez de su alma, la dureza de sus sentimientos.

No vale excusar la soberbia a ratos o en determinadas circunstancias; no se trata de la faceta de una gema, considerando que en los otros vértices brillan la tolerancia, el respeto y la ternura. Si uno de los lados se ha pulido en la muela de la crueldad, de la violencia y del desprecio hacia los pacíficos, los débiles, mofándose de aquellos que actúan con bondad y discreción, entonces es que todos los demás reflejos son falsos.

Encontramos en el camino de la vida a esos depredadores, orgullosos de sus garras, relamiéndose con la sangre derramada en heridas que voluntariamente afligen. Van a menudo disfrazados, anunciando principios de los que en realidad carecen. La soberbia tiene el cinismo como compañero de viaje.
Los soberbios confunden la valentía con la agresividad, piensan que la dulzura, la discreción y la compasión son cobardía. ¡Cuan equivocados están!
La vida me ha enseñado a reconocer a los orgullosos, sé cuales son sus ropajes y sus máscaras, detecto su podredumbre detrás sus sonrisas y sus palabras huecas, su discurso suena falaz: demasiado vehemente, demasiado seguro.
No son más que embaucadores, estafadores de sentimientoss y de la vida. Presumen tanto de sus certezas, de la fortaleza de su carácter, que se desenmascaran a si mismos.  Con tranquilidad y sin acritud, es conveniente echarlos sin dudar, evitarlos y exiliarlos de nuestro entorno, para no mancillar el flujo de armonía de la vida.

La humildad no es debilidad, es prudencia, duda razonable, valoración de si mismo en justicia y de los demás en el amor. El hombre y la mujer que sienten en su alma el poder del amor hacia sus semejantes y hacia la naturaleza conectan con el equilibrio del universo y pertenecen a un todo intangible pero real. Las personas humildes de corazón conocen su propia valía, comparten, dan y reciben con alegría y en paz. Las personas realmente fuertes y seguras no necesitan alardear de ellos mismos ni impresionar a nadie, no suelen mostrar los dientes y menos aún clavar dentelladas porque no viven a la defensiva y tampoco temen ser atacados; poseen una inteligencia bondadosa que no necesita de estridencias ni se complace en la ferocidad y la crueldad.
Rodearse de ellos es enriquecedor, con ellos es un placer compartir y vivir. Porque la humildad, la bondad, son firmes pilares del respeto y de la felicidad. La paz no se consigue con la violencia, la justicia no se vive desde la crueldad, el amor huye de la soberbia.

Antoinette Marmolejo, a 23 de octubre de 2012

lunes, 7 de mayo de 2012



El gato detrás de la corredera


Abres la puerta corredera del balcón y tu vista desciende sobre el barrio de casas matas y los edificios de pocas plantas cuyas azoteas rodean patios llenos de coches. Alzas la mirada hacia el mar y encuentras las recientes y lujosas edificaciones del paseo marítimo de poniente. La "crisis" ha dejado algunos solares libres de ladrillos. Permanecen en ellos las altas picas publicitarias con estandartes deshilachados por el sol, el viento y el salitre.

Abres la corredera y al salón entra el gato negro que lleva nombre de almirante. Al igual que el felino, intentas disimular los achaques que ha traído la vejez. El balcón –la terraza, exageras tú-, permite colocar exiguamente una mesita y dos sillones de playa, junto al cajón del gato. Cambias la arena muy de tarde en tarde y eres el único que no detecta su pestilencia. No te molesta el hedor mientras, sentado junto a él, desgranas el rosario cotidiano de whiskies que constituye la principal oración de tu vida.

Ahí en la torre, en el apartamento de una planta alta, antes de que abrieras la corredera sobre el lindo amanecer, te abandonaste a juegos violentos de dominación y morbo con otro hombre más joven que tú.

Ahora, frente al horizonte marino, revistes el traje de mujeriego y la túnica de gurú, hábitos que meticulosamente has ido tejiendo a lo largo de los años, para mostrarte ante los demás.

El gato, que esta noche ha dormido al raso, se ha enroscado encima del sofá. Y tú, mirando al sol naciente, sabes que jurarás – y hasta eres capaz de convencerte a ti mismo, que nunca estuvo cerrada la corredera.

Antoinette Marmolejo, en Málaga, a 7 de julio de 2011

miércoles, 2 de mayo de 2012

ESTÁ TARDANDO MUCHO





Está tardando mucho, piensa Mariola.


Estoy más cansada hoy que la última vez.
Es la cuarta sesión de quimio, esto no tiene buena pinta, lo sé. Pero no quiero preocupar a las niñas, se están portando bien. Sigo diciendo las niñas y tienen hijos las dos, pero ya se sabe, para una madre...

Dijo que vendría hoy, está tardando. ¡Dios, que horrible es agradecer un poquito por estar en este hospital donde puede estar pendiente de mí – todo lo que él puede estarlo! Dice que me quiere. Soy tan feliz, dice que me quiere mucho.


Vamos a ver, Mariola, sabes que no te quiere, te lo ha demostrado tanto y tantas veces.


¡Calla, maldita conciencia, maldita memoria o lo que sea, calla ya!


Veía la punta de mis zapatillas y las lágrimas caer sobre ellas. No tenía ya fuerza para mantenerme sentada en el borde de la cama destrozada, se me cayeron los hombros sobre las rodillas y se levantaban a cada sollozo, todo mi cuerpo temblaba. Lo hice sola: lo rajé entero, de arriba hasta abajo, con el cuchillo del pan. Separé nuestras partes del colchón, de la misma manera y con el mismo furor que él había saqueado mis ilusiones, roto nuestra pareja y sacrificado nuestra familia.

¿A qué punto de dolor, de rabia, de desesperación me llevaría con sus mentiras y sus manipulaciones, a qué punto extremo de impotencia, para que mi cuerpo menudo lograra apuñalar nuestra cama de esa manera salvaje? Tanta traición, tanto desencanto. Las lágrimas caían sobre mis pies y sabía que al regresar encontraría él la manera, lastimera o prepotente, de hacerme sentir culpable. A mí, a la cornuda que con dos niñas aún pequeñas, tiraba de la casa porque a él, lo habían echado del trabajo.


Se había servido sin reparo ni cautela, de los medios de la empresa para seducir a la amante del jefe y liarse con ella; viajecitos por aquí, regalitos por allá. Lo hacía él como lo hacían todos – lo de los viajes, del desahogo, de la corruptela cutre. Pero él quiso darle al jefe en las narices, demostrar que podía birlarle su -según contaban- despampanante amante. Y el jefe, que no era tonto y tenía más poder, se lo cobró poniéndolo de patitas en la calle, avergonzándolo y finiquitándolo, claro está sin ninguna indemnización después de casi dos décadas en la empresa y con las referencias que uno puede imaginar.

Lástima que no se propusiera demostrar que podía llevar el bienestar y la felicidad a su familia, particularmente a su mujer, en lugar de conquistar a esa chica más joven y ambiciosa.

Siguió con ella un tiempo, y ella seguía con él a la vez que se acostaba con su mejor amigo y a la vez que lo hacía con su ex-jefe, la chica era lista por lo que cortó con él al muy poco tiempo de enterarse que lo habían echado. Y me tocó a mí comerme el marrón, enterito.

Algunas saben montárselo; no como yo, que llevaba esa casa lo mejor que podía, con las niñas, con la perra, con el trabajo en la oficina, perdonándole sus amantes y yo sin ninguno, ni amante ni perdón.

Para que me reprochará que no acababa de hacer nada bien, ni la educación de las niñas, ni el manejo de la casa, ni siquiera combinar los colores de la ropa - “¡Por favor, Maro, mírate en el espejo!”. Se quejaba además de que ponía menos interés en el sexo, - ¡no me quedaba energía para hacerlo casi a diario! -y que, por lo tanto iba (¿me dijo que se veía obligado?) a buscar fuera de casa las sensaciones intensas que él siempre ha necesitado. El motivo de sus infidelidades, según él, se encontraba de alguna manera en mí. Menos mal que no se le ocurría decir entonces que bebía por mi culpa, o quizás me lo dijo alguna vez, no me acuerdo.

Estoy cansada. Si llegara ahora, todo estos recuerdos se replegarían en lo más oculto de mis pensamientos. Sólo me fijaría en su sonrisa o en su cara de preocupación, no tendría ojos más que para él, si llegara en este momento. Pero está tardando.

Luego me echó en cara que no lo había apoyado lo suficiente durante su depresión, cuando sufrió tanto por la pérdida de su amante y por la humillación que supuso su despido. Me reprochó mi falta de consideración con él, sin parpadear. Mantenía yo a la familia, cuidaba de él, y después de casi dos años sin trabajar, le sugerí que se pusiera las pilas. Se ofendió mucho, se ofendió sobremanera. Y se fue. Se llevó a la perra. Yo, como siempre, seguí asumiendo sola las necesidades reales, angustiada por su violencia verbal, por sus reproches y por el que veía en los ojos de las niñas. Y también porque como siempre, ellas se posicionaron sutilmente de su parte. Como ahora, que no llega a verme cuando lo ha prometido y sabe que lo necesito. Mi hija nota mi impaciencia y tuerce ligeramente el gesto pero siempre estará de su lado, se lo merezca o no.


No sé por qué permanece mi amor por él, por qué no ha muerto. Resistía, me hiciera lo que me hiciera y ha sobrevivido. Mi perdón no ha tenido límite. No tengo tampoco muy claro si sigue siendo amor, creo que enfermó y se convirtió en dependencia. El amor, en realidad se fue enquistando en mi corazón. ¡Dios mío, que nadie sepa lo que estoy pensando, lo que me viene rondando desde que me diagnosticaron! Mi cáncer es ese amor herido, vapuleado, despreciado, ese cúmulo de humillaciones, de dolor, de rabia y de pena en lo más profundo de mi alma. Mi cáncer es la factura que me pasa el sufrimiento contenido, ocultado, es la cadena nunca arrancada, mi cáncer tiene nombre.


¡Cállate ya, memoria insolente! Va a venir a verme; oiré su voz. ¡Cuanto me gusta su voz! Y que bien sabe hablar, tiene un piquito de oro y unos labios tan sensuales...


Es la tercera vez que le pregunto la hora a mi hija, la pequeña, que me acompaña esta tarde. Leo en su mirada que sabe en lo que estoy pensando: “Ha prometido venir, y no vendrá.”

A las niñas no le gusta que se mencione o se destaque cualquier defecto de su padre, por muy benigno que sea y aunque se haga en broma. Desde muy pequeñas han optado por la negación de la evidencia y de la realidad, por lo que se han posicionado a menudo en contra de la verdad. Si bien yo soy la torpe, la limitada, la que se equivoca, para ellas, su padre es exclusiva y totalmente un ser maravilloso. Niegan su alcoholismo, que han comprobado desde que nacieron, justifican sus errores, atacan a las víctimas de sus desmanes, siempre están de su parte, lleve él la razón o se haya comportado de forma execrable.
No se le parecen demasiado en lo físico, pero son clavaditas a él en su forma de enfocar la vida desde el orgullo, cuando éste no se convierte en soberbia; una visión y una actitud tan diferentes a mi manera de sentir.
Son como él, seguras y en ocasiones, crueles ¡y tan convincentes!

Quizás ésta que ahora me acompaña, tenga algunos ramalazos míos, algo que la puede llevar a la más inocente ternura. Pero también es capaz, ¡vaya si lo es! y muy a mi pesar, de la más honda y absoluta falta de piedad.

Ahora que es madre, tengo la esperanza de que se vaya aplacando poco a poco. No sé si seguirá hablando con su padre de sus andanzas amorosas y sexuales. Esto siempre me ha disgustado, son tan promiscuos el uno como la otra y a mí, por mucho que me digan, no me resulta del todo normal esas conversaciones entre padre e hija, sobre todo por el tono en el que se desarrollan. Me enfadé con él cuando alardeo de esa complicidad: ¿Cómo puedes decirle a la niña que se tire a todos los tíos que quiera pero no en su piso? Lo único que os preocupa a los dos es que su novio pueda pillarla, si regresa del trabajo de improviso.

No he entendido a esta niña en ese aspecto de su vida. En otros tampoco, debe ser lo normal.
En la misma conversación preguntaba con ingenuidad, y ya era una mujer, por qué se le hacía daño a los animalitos, por qué habían niños explotados. Se emocionaba afirmando que ella no le haría daño a nadie; acto seguido, y con la misma naturalidad enlazaba pidiéndole opinión a su padre sobre irse a la cama con el marido de una de sus mejores amigas que estaba pasando un mal momento en su matrimonio, o mostraba odio por alguien que no conocía. Esos picos, esas contradicciones tan de su padre, siempre me han desconcertado.

Pero es mi niña ¡Que guapa está! Más aún ahora que irá asomando la madurez. Ella, a su manera, me ha protegido siempre, algo que en ocasiones me ha causado malestar; sé que piensa que no tengo el nivel intelectual de su padre ni de la media de la gente, que tampoco soy lista para manejarme en la vida. No me gusta que mi hija me considere inferior, pero es lo que me hace sentir a pesar de su cariño. Su hermana es más cruda si cabe, y de él ya ni hablar; los tres, siempre se han sentido superiores y me lo han hecho notar de una forma u otra.
Pero eso ya no tiene importancia; aquí está conmigo, mi niña guapa, que tanta preocupaciones me ha dado pero que amo más que a mi vida, ésta vida por la que tengo que luchar porque ella también me está traicionando.


Está tardando mucho. Pero quizás venga.


Mira que eres dura de roer. Después de todo, vas a creértelo. Lo tuyo con él es una condena, condena perpetua.


Sí, una condena, una cadena. Nunca la supe abrir. Cuando lo intenté, regresó él a amarrarme para obviamente, abandonarme otra vez.

Recuerdo cuando se casó la mayor. Estaba yo saliendo con aquel señor tan amable, que tan bien me trataba; contenta con esa oportunidad de volverme a enamorar. Se enteró él, se lo contaron las niñas. Sospecho que nunca quisieron ellas que yo rehiciera mi vida, pensarían al igual que su padre, que yo le pertenecía a él, y quizás a ellas también. Muchas veces me he querido rebelar ante su actitud que da a entender que mi función principal es estar disponible en cualquier circunstancia para sus necesidades. Eso no significa que no me quieran, pero se quieren más a ellas mismas. El caso es que en ocasiones se han hecho coleguitas de algunas de las amantes, de las parejas de su padre, pienso que por pura estrategia, las conoceré yo. Sin embargo rechazaron todos los hombres que se me acercaban, me hicieron la vida imposible, dejaron de hablarme hasta que rompía con ellos.


Son tres tiranos, los amados tiranos de mi vida: no dejan otra opción que la que ellos deciden. Salía yo con aquel hombre, hasta me decían que estaba más guapa. Se enteró él y volvió con la miel en los labios, pidiendo otra oportunidad para nuestro matrimonio disuelto desde hacía años, ofreció retomar la convivencia, se mostró tierno, atento. Me lo creí. Rompí con aquel señor respetuoso que manifestaba excelentes intenciones.

El padre de mis hijas se instaló en mi casa; esto vuelve a ser una familia, imaginé. A los quince días, por un motivo nimio, dio un portazo y se marchó a su piso; se acabó la convivencia, se volvió a incorporar la soledad a mi vida. Por decencia y dignidad, no retomé contacto con el hombre que me había ofrecido un camino de afecto y de normalidad. El corazón se me llenó de amargura, a ellos tres los noté cómplices, a él muy satisfecho.


Esta tardando demasiado. No me falles, amor mío.

Te fallará.


Amor-cadena que me amarra aún, cada eslabón es un desaire o un gesto tierno, una exigencia (las que más), una decepción (demasiadas) o una risa.

Su risa es una adicción, sigue estremeciéndome. Sé que no me voy a liberar jamás de su cadena.

Lo hicieron otras mujeres. ¿Qué será de aquélla que mis hijas tanto odiaron? A esa le pegó, él lo negaba. Yo proclamo que lo creo a él, pero sé que miente.

Sospecho que hacía mucho tiempo que quería experimentar ese tipo de violencia. A los pocos años de casarnos, en un viaje donde nos desplazamos con la caravana, le comenté que en la oficina, un compañero me había tirado los tejos discretamente pero que me había hecho la sueca. Eso ya no era un hombre, sino una fiera: me gritó, me insultó, y rompió la puerta del armarito de un puñetazo. Estaba aterrorizada ante su violencia, pensé en aquel momento, que se cargó la puerta del armario porque en realidad, lo que le apetecía era pegarme a mí. Luego me contó que horas antes de aquel incidente, él había estado de putas en el barrio típico de aquella ciudad mientras yo acudía a unas obligaciones laborales. Pero no se planteaba que esa experiencia suya y real, pudiera enfurecerme a mí.

Hacía tiempo ya que él me era infiel pero nunca soportó la idea de que yo hubiese podido coquetear con otro hombre. Por eso reventó la puerta del armarito de la caravana.

A esa mujer, le pegó. Juraré ante cualquiera que él no lo hizo. Pero sé que le pegó, como sé que lo hizo por cualquier motivo sin relevancia, porque en realidad, no necesita motivos. La violencia la lleva en él, desde hace mucho tiempo; estalló en la caravana y se empotró en la puerta del armario. Su violencia tampoco la justifica su alcoholismo, que todos tapamos y negamos, y bien sabemos a qué nivel ha llegado. No quiero imaginarlo pegándole a una mujer, me duele. Pero ha dado tantas bofetadas sin manos, que me creo que un día la mano se le ha ido.

No sé hasta qué punto se daba cuenta él lo desagradables que me resultaban sus confidencias pormenorizadas de su relación con otra mujer. Sus hijas - debiera decir nuestras hijas, pero en este caso eran sus hijas, se sentían halagadas por esa confianza. Yo pensaba que no tenía por qué exponer todo aquello con tal lujo de detalles. Afirma él que la culpa de todo la tienen ellas, siempre ellas. Las niñas prefieren pensar que es cierto, lo que exculpa por completo a su padre y lo excime de cualquier responsabilidad.


Puede que todavía llegue, aunque no se quede mucho tiempo.

Encadenada, en esta cama de hospital, por este cáncer que me corroe, aquí sigo esperando al ser que más dolor me ha infligido desde que se cruzó en mi vida. Y me sigue causando ahora, en el tiempo en que mi vida intenta escapar de mí.

No sé si le tengo miedo a la muerte, sé que no quiero morir. Estoy en paz con Dios y los santos me protegen. Ellos tres, medio se burlan de mi altarcito, donde se juntan Buda y la Virgen de Guadalupe, la pirámide de cuarzo rosa y Fray Leopoldo y tantas otras cosas bendecidas o llenas de energía positiva. En todas y cada una de mis creencias, voy buscando un camino de armonía, un alivio a mi corazón lastimado. No quiero morir y no reclamo recompensa por las angustias vividas, sólo deseo que si la muerte me cubre, mi alma alcance la luz, esa luz que tanto he perseguido en mi espíritu a través de todas las maneras que se me ofrecían.


Está tardando mucho. Ya no vendrá.

Mi hija mayor acaba de llegar, toma el relevo. Las oigo cuchichear en el pasillo. “No me coge”.
Se instala en el sillón mi cielo moreno, qué cariñosa está conmigo.

¿Está? Maro, tu hija te quiere.

Pues claro que me quiere, y mucho. Pero es como es, guapa, trabajadora, inteligente. Y está cariñosa, mantengo.
Es exigente. Desde muy chiquitina. La recuerdo una mañana antes de ir al cole, obtusa, inflexible, exigiendo la goma de borrar, la cartulina se le olvidó pedir hasta el último momento en el que ya no había tiempo de conseguírselas. Pero ella las exigía, no le importaba otra cosa que no fuera su interés, su conveniencia.
Su hermana le ha regañado más de una vez por ser abusona, sobre todo por serlo conmigo. Cuando dio a luz, intentó que intercambiáramos nuestros pisos, el mío más grande por el suyo que le venía justo. Lo hizo de tal manera que la transacción resultaba ser económicamente muy perjudicial para mí. Su padre, de visita, se enteró del asunto. Notó cuánto me había afectado que una propuesta descaradamente aprovechada la hiciera mi propia hija y reconoció: “Sabes que siempre ha sido muy egoistona. Dile que no y deja de estar triste.”.

Dile que no. Me ha costado siempre decirles que no. Pero en ocasiones, lo he logrado.
Hoy ¿que más da?


No ha venido. ¿Qué hay más importante en su vida que acompañarme el tiempo que yo necesite, o no sabe que esto puede ser una despedida?


Más importantes que tú, muchas cosas, Mariola.
¿Hace falta nombrarlas? El alcohol, la desidia, una nueva conquista con quien fardar, quedar con sus nuevos amigos. Más que tú, Mariola, y más que nadie, está su ego y su ego es muy cobarde, detrás de sus múltiples fachadas, las tiernas y las agresivas. Sabes muy bien cómo se las gasta.

Cuando ya no estemos, cuando tú, tu amor, tu memoria y tu consciencia sólo vivamos en el recuerdo de otros, entonces te hará todos los homenajes. Hasta empalagarlos a todos, a los amigos, a los camaradas, a las mujeres que se derriten por él y hasta a las niñas, Mariola, los inundará de homenajes hacia ti.



Ya lo sé, ya. El viudo desconsolado y perfecto; eso le dará mucho juego, y sería tonta si negara que lo va a aprovechar. No me siento capaz de imaginar el partido que le va a sacar; creará una historia a su manera, tan bella como falsa. Lo terrible es que no sólo tergiversa la realidad, sino que sospecho que al final se cree sus propios embustes.
¿Creerá verdaderamente que se portó bien conmigo?


Mariola, si hay momentos en los que hasta tú te lo quieres creer.

Es cierto, pero es mi consuelo.

Si, éste será un papel nuevo y lo hará de maravilla. Será porque tiene tan trillado su personaje y en tantas funciones, que le saldrá perfecto ese nuevo guion. Pero de momento y espero que para muchos años, estoy viva y deseo verlo.

No vendrá.

Esta sensación de haber sido engañada una vez más, defraudada otra vez, la han tenido que vivir todas las mujeres que han estado en su vida y presume él que son muchas. Pero no tenía derecho a hacerlo, sabes. Con ninguna, y menos conmigo. Y menos ahora.

Si hubiese venido, me hubiese evadido de la realidad, del recuerdo de lo realmente vivido con él, porque a los buenos recuerdos que también son muchos, siempre los empaña un velo, no me los creo del todo. Así difuminados, son tan hermosos todos esos recuerdos, pero igual fueron otras de sus actuaciones. Me refiero a algo que le gusta mucho afirmar y que nunca ha hecho: Pensamiento, palabra y acción en una misma línea.

Yo he cumplido casi todas mis promesas y mis compromisos, con lealtad; por lo menos, lo he intentado siempre. Esa ha sido mi línea y seguirá siéndolo; no tengo mucho mérito, así me educaron.

Prometió venir, no lo ha hecho. Prometió tanto...


Quizás venga mañana.

Piensa en la luz, Mariola, intenta meditar. No es más que un hombre, ni siquiera un hombre bueno.

Piensa en la paz, ya no existen más cadenas que las del suero y las de las máquinas. En la luz no hay ningún ser superior a otro, nadie juzga a su semejante. En la luz está la paz.

Quizás venga mañana.

Vendrá, oirás su risa, lo verás muchas veces.
Hasta que llegue tu hora de entrar por siempre en la luz.


Morgane, abril 2012

lunes, 30 de abril de 2012

Hablando con las cosas




I . Yo





Le hablo a las cosas. ¿Y?

Animo a mi coche cuando no arranca: “Anda, Bonito, ¡tú puedes!, no me hagas llegar tarde.” Le regaño al microondas: “40 segundo y el café sigue templado. Se nota que no pagas tú el recibo de la luz.” Agradezco al radiador su eficiencia: “Que a gustito me haces sentir en casa.”
Las cosas me rodean, me sirven, me ayudan; también me provocan y me disgustan. Forman parte ineludible de mi vida cotidiana y aunque no siento apego por la casi totalidad de ellas, considero natural expresar mis pensamientos hacia ellas; por eso les hablo cuando las necesito o las utilizo. ¿Quién no se ha sentido más favorecido por una prenda que le gusta vestir? ¿Quién no ha jugado con un objeto, sintiéndole cómplice: un vals con una escoba, un micro improvisado con un bocata, o al igual que hace Proust en aquella foto antigua, quién no ha convertido una raqueta en una guitarra imaginaria?

Establezco una relación divertida y unilateral con los objetos, aunque de esto último no estoy del todo segura. Las cosas, a veces, se comportan como duendes traviesos, se esconden, se hacen invisibles, se trasladan misteriosamente de un lugar a otro. Yo prefiero plantearlo de esa manera a preocuparme por un posible e incipiente Alzheimer.
Le hablo a las cosas. Hasta hoy, ninguna se ha quedado de ello.



II. TÚ




“¡Que manía tienes con hablarle a las cosas! ¿A caso crees que alguna vez te van a contestar? Ni que tuvieran vida propia. Pareces una loca, eres una chiflada. Si tuvieras menos pajaritos en la cabeza, le hablaría solo a las personas, como hace la gente normal. ¡Eres exasperante! ¿Por qué a mí no me hablas, en lugar de mirarme con esa sonrisa de estúpida?”

¿Recuerdas, Judith, cuando tomaste el portarretrato y sacaste la foto? Le decías, mientras la rompías en trocitos muy chiquititos: “Llevabas toda la razón: estaba chiflada. Pero la única tontería era quedarme contigo.” También intentabas aportar algún consuelo a los papelitos: “Así de pequeñines, os dolerá menos llevar impresa su crueldad.” Luego, con una gran sonrisa -nada estúpida-, echaste los pedacitos a la basura.

III.  ÉL




Cuando Alfonso se dio cuenta de que le hablaba a su agenda, se sintió descolocado.

Alfonso es ejecutivo en una gran empresa, maneja asuntos importantes y complicados, negocia con personas igualmente primordiales. Pero le habla a su agenda.
Al ojearla, le pregunta: “¿Qué me tienes preparado para esta tarde? ¡Que déspota te muestras, esta cita me deja sin domingo! ¿Cómo se te ha ocurrido confirmar a Mónica para las 21:00 cuando sabes perfectamente que la reunión no acabará antes de las 22:00? ¡Menudo pollo me va a montar!”

Desde hace un tiempo Alfonso se dirige a su agenda, inconsciente y mentalmente, pero en la última semana, le habla de verdad; abre la boca y salen palabras. Le habla como si el cuadernillo pudiera oírle, como si la agenda tuviera intenciones y criterio propio. Alfonso, pues, lleva una semana de muy mal humor. A pesar de ser un hombre amable y de buen trato, en realidad carece del sentido del humor. La absurda costumbre que ha tomado, le contraría más de lo que hubiese esperado.

Ha establecido con su libreta, una familiaridad que no suele caber en sus relaciones personales, incluso en las más cercanas. Trata a su agenda con la confianza que por lo general, evita asentar con las personas.
Cuando se percató de ello, Alfonso experimentó una honda sensación de desaliento, un sentimiento hasta entonces desconocido pero que supo inmediatamente definir: la tristeza. Miró la libreta con tapas de piel y sus iniciales grabadas, se encontraba cerrada, delante de él. Suspiró: “Sin ti, ¡que solo estoy!”




Antoinette Marmolejo, 24 noviembre 2011


Tarde de terral




Verano, tirano del Sur.

La luz cegadora y violenta se come el negro de las sombras, lo diluye en matices morados y violetas.

Estío hasta el hastío; calor agudo y cansino, el aire áspero del terral no ofrece consuelo. Apetece la arena húmeda del rebalaje donde se acompasa la respiración al latido del mar.

Verano festivo de los atardeceres llenos de fragancias frescas: jazmín, hierba buena y algas marinas. Olores de ocio: brasas de una moraga, vainilla y turrón por el paseo marítimo, biznagas y romero.

Verano de contrastes. Calles aciagas y vacías en el sopor sudoroso de la sobremesa; bullicio variopinto en las terrazas abarrotadas durante las noches ruidosas e insomnes.

Todo torna más intenso en verano. En alerta viven los sentidos, se aprecian múltiples y densas las sensaciones. Más jocosa y exaltada nace la alegría, más injusta y cruel duele la soledad.

Verano en movimiento. Los cuerpos ligeros de ropa se echan al monte, a la playa, buscando el frescor de la sombra y del agua para aliviar el peso del calor. Rompemos lo estático, cambiamos las rutinas. Para emprender viajes, para renovar encuentros.

El verano tiñe el tiempo de urgencia: la de vivir.



Antoinette Marmolejo. 6.7.2011

lunes, 23 de abril de 2012


El viaje





Esther y Rodrigo llevaban un rato sin hablar. Ella conducía con una mano, dejando la otra fuera de la ventanilla, como quien reta el viento creado por la velocidad.


El paisaje se le antojaba, a ella, un desierto con manchas verdosas, desiguales y caprichosas; a él le parecía una mezcla absurda de piedras y árboles, un encuentro ilógico y fortuito entre algo semejante a los valles áridos del sur y los pinos húmedos de latitudes opuestas. Mentalmente calificó el paraje de absurdo, por la incongruencia de la combinación ; la extensión rocosa, sembrada de islas de vegetación producía una sensación de desamparo amordazante y mantenía callados a los viajeros. En ningún momento comentaran o compartieran el malestar que ambos sentían.


En los momentos tensos, Rodrigo solía actuar de forma envalentonada, sin caer no obstante en la bravuconería; Esther por lo contrario, se mostraba de una dulzura serena. Sus interlocutores se rendían ante su delicadeza y su sonrisa inocente. En la situación en la que se encontraban, el curioso paraje y el extraño silencio de la travesía, intensificaban el carácter de cada uno.


Esther mantenía una velocidad constante y prudente, mientras que Rodrigo, sensible al ambiente agobiante, empezaba a hervir interiormente; analizaba el entorno y lo consideró hostil; su instinto le preparaba de alguna manera para una hipotética pelea cuerpo a cuerpo.


De repente, el motor expulsó un sonido estridente y Esther dio un volantazo, intentando evitar que el vehículo saliera de la pista. Después del frenazo y del giro violento del coche, éste se inmovilizó a pocos centímetros de uno de los altos pinos de una isleta de vegetación que debía medir unos diez metros de diámetro.


En una ocasión similar, Rodrigo hubiese explotado en reproches por el trompo que precedió a la brusca parada del vehículo; sin embargo quedó totalmente paralizado y mudo. Esther, que por lo normal en ese tipo de circunstancias, se hubiese puesto a temblar y a llorar, descargó una retahíla de improperios y pegó un sentido puñetazo en el volante, lo que disparó el claxon. Enfurecida por el ruido, siguió dando puñetazos hasta que la bocina calló.


Salieron del coche y de inmediato se encontraron metidos en un fango maloliente que les cubría los tobillos. Rodrigo caminó con dificultad hasta la parte arenosa pero al pisarla, tuvo que regresar rápidamente al lodo: “¡Esto quema como la lava de un volcán!”, le gritó a Esther. Volvió al coche y se sentó con las piernas hacia fuera, intentando sacudir, o más bien escurrir, el barro que tenía pegado a sus deportivas.


Esther había abierto el capó y miraba el motor con ira. No entendía nada de mecánica pero supo dar con el problema y sacó las herramientas del maletero. Solucionó la avería en pocos minutos. Entre tanto, Rodrigo no había dejado de limpiar sus zapatillas, para lo que uso toda la caja de kleenex que guardaban en la guantera. Cuando Esther le dijo que le ayudara a empujar el coche hasta el pedregal, le resultó rara aquella petición, como si la responsabilidad del viaje fuera exclusiva de ella. Tampoco se extrañó que Esther, sin su ayuda, hubiera resuelto la reparación. En ese momento, acababa de fijarse en unas ramas bajas que rozaban el coche y arrancó algunas hojas muy anchas que crecían entre las agujas del pino. Las tiró en el asiento trasero del coche cuando Esther se impacientó y le mandó colocarse a su lado para llevar el coche hasta la pista y poder seguir la ruta.


Les costó bastante deslizar el vehículo, ya que no conseguían arrancarlo. Una vez en la parte arenosa, saltaron a sus respectivos asientos, teniendo en cuenta lo que Rodrigo había experimentado: el suelo y las rocas estaban realmente ardiendo, sin que su aspecto dejara prever cual era su temperatura.


Una vez en la pista, el coche arrancó a la primera tentativa y retomaron el viaje. Esther hablaba de forma vehemente y Rodrigo, cabizbajo, la escuchaba sin rechistar. Después de un tiempo, se acordó de las hojas de aquel pino atípico, y se volvió en su asiento para alcanzar una de ellas. Se puso a masticarla; sabía a regaliz y a limón, no sabría decidir el sabor que más destacaba. Le dio un trocito a Esther: “Pruébala, está rica y es refrescante”. Esther aceptó. Tras unos minutos, Esther sintió una onda de ansiedad subir de su pecho a sus ojos y empezó a llorar desconsoladamente. Rodrigo en ese mismo momento, soltó un hondo suspiro que más bien era un grito: “¡Para ahora mismo! Voy a conducir yo; no sé lo que nos ha pasado, pero no pienso dejar que vuelva a ocurrir.”




Antoinette Marmolejo, novembre 2011

Las hormiguitas







"Pernette, pernette, va dire au bon Dieu, qu´il fasse, qu´il fasse beau temps pour demain!”*



A Alejandro le gustan los insectos. Desde hace más de veinte años, colecciona toda clase de ilustraciones, dibujos y fotos que tratan de odonatos, ortópteros, lepidópteros, dípteros, hemípteros, coleópteros y himenópteros, sus predilectos. Sospecho que estos nombres le suenan a la gran mayoría de la gente, a chino mandarín. Alejandro le aclararía a cualquiera y sin la menor duda, que las maravillosas mariposas forman parte de los lepidópteros; cada año aplaude delante del televisor, el fantástico espectáculo de cientos de miles de grandes mariposas monarca revoloteando juntas.
Pidió que le llevaran a verlas, allá donde esos altos árboles. Su padre le explicó que estaban muy lejos en un país que se llama México y que no era posible ir; le regaló un poster genial con enormes racimos de mariposas y lo pegó en la puerta del dormitorio. Con igual conocimiento, Alex se reiría mucho si alguien afirmara que son insectos una araña, un escorpio o un ciempiés; burdo error pues los artrópodos, como es bien sabido, tienen más de tres pares de patas.

Nadie se atreve a pisar una hormiga, menos aún a aplastar una molesta mosca en presencia deA lejandro. ¿He calificado la mosca de molesta? Ya está Alex recriminándome: “¡No entiendes nada, las moscas son fabulosas!” Usa los superlativos con suma destreza, la misma con la que me deja K.O.: “Ya quisieras tú ver como ellas, muchas veces”.

Alejandro se entretuvo ayer un largo rato observando a una avispa que se posó en el cristal de la ventana. Desde el interior, Alex pegó su cara al cristal, muy cerquita de ella y ambos quedaron inmóviles mientras su madre freía las croquetas. Luego comiendo, le explicó que la avispa no se fue porque sabe que él, es su amigo y la emérita cocinera también sabe que es la pura verdad.

La mamá de Alejandro, a quien le van pesando los años, nunca se queja. Cuando todos se hayan acostado, volverá a la cocina a barrer las miguitas de pan que quedan en el suelo. Un día más, resistirá a la terrible tentación de pulverizar el “FLIZZ” que tiene escondido en el escobero, aquel que acaba con “los bichos que hacen BZZZ y los que hacen CRZZZ”. Sobre todo porque no es necesario matar los inofensivos animalitos. Está convencida que nadie entendería que las hormigas jamás atentan contra su despensa; se limitan estrictamente a llevarse las mijitas de pan que les proporciona su hijo con tanto cariño como paciencia.

¿Se acepta escarabajo como animal de compañía?



*(En Francia los niños le cantan a las mariquitas, antes de soltarlas: Mariquita, mariquita ve y dile a Diosito que mañana haga buen tiempo.)

Antoinette Marmolejo, noviembre 2011

Palabra: verdad y mentira




La palabra es libertad, la palabra sana, la palabra establece puentes entre las personas, los pueblos.
La palabra es mentira, la palabra es disfraz, la palabra es arma, la palabra hiere.


Me resulta curioso que una idea, un hecho al presentarse en un soporte escrito, se revista de un aura de verdad. “Lo he leído en el periódico”, “está publicado en la red”. ¿Y qué?


A menudo, leo afirmaciones totalmente falsas, hace unos minutos leí un artículo que expresa la esencia contraria de quien lo ha escrito y que constituye una coartada de buena voluntad, para ocultar instintos dañinos y violentos.


Los políticos usan la palabra para manipular, los medios para influenciar en el sentido que convienen a los intereses de sus propietarios. Está escrito, sin embargo no es la verdad.
Hablamos de políticos, de mercados, de empresas, todo ello anónimo e indefinido.


Bajemos de esas esferas casi virtuales y quedémonos en un entorno cercano. ¿Quién no conoce a un manipulador sobresaliente, quién no sabe de alguien en concreto que alardea de lo que no es, quién no se indigna de ver triunfar a un lobo sanguinario en el papel de un hombre carismático y encantador? A menudo, las noticias sobre mujeres, niños, ancianos maltratados nos revelan ese tipo de hombres que poseen una pasmosa habilidad para aparentar lo opuesto a lo que son en realidad. Son verdaderos prestidigitadores de la verdad, sus chisteras están llenas de dolor, de violencia, de amenazas y de mentiras, sin embargo sacan de ellas ramos de flores multicolores y conejitos mimosos.


Leemos y nos creemos que la palabra es verdad, cuando es sólo una herramienta, que ayuda, alivia, enriquece pero también se puede convertir en una espada escondida, como en aquellos bastones de empuñadura de exquisita plata repujada que esconden una punta mortífera.


Todos los libros no son buenos, todos los artículos no son veraces, todas las ideas no son respetables, todas las conductas no son admisibles. No es oro todo lo que reluce, o lo es para quienes optan por una ceguera moral voluntaria.


Morgane, abril 2012