lunes, 7 de mayo de 2012



El gato detrás de la corredera


Abres la puerta corredera del balcón y tu vista desciende sobre el barrio de casas matas y los edificios de pocas plantas cuyas azoteas rodean patios llenos de coches. Alzas la mirada hacia el mar y encuentras las recientes y lujosas edificaciones del paseo marítimo de poniente. La "crisis" ha dejado algunos solares libres de ladrillos. Permanecen en ellos las altas picas publicitarias con estandartes deshilachados por el sol, el viento y el salitre.

Abres la corredera y al salón entra el gato negro que lleva nombre de almirante. Al igual que el felino, intentas disimular los achaques que ha traído la vejez. El balcón –la terraza, exageras tú-, permite colocar exiguamente una mesita y dos sillones de playa, junto al cajón del gato. Cambias la arena muy de tarde en tarde y eres el único que no detecta su pestilencia. No te molesta el hedor mientras, sentado junto a él, desgranas el rosario cotidiano de whiskies que constituye la principal oración de tu vida.

Ahí en la torre, en el apartamento de una planta alta, antes de que abrieras la corredera sobre el lindo amanecer, te abandonaste a juegos violentos de dominación y morbo con otro hombre más joven que tú.

Ahora, frente al horizonte marino, revistes el traje de mujeriego y la túnica de gurú, hábitos que meticulosamente has ido tejiendo a lo largo de los años, para mostrarte ante los demás.

El gato, que esta noche ha dormido al raso, se ha enroscado encima del sofá. Y tú, mirando al sol naciente, sabes que jurarás – y hasta eres capaz de convencerte a ti mismo, que nunca estuvo cerrada la corredera.

Antoinette Marmolejo, en Málaga, a 7 de julio de 2011

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