lunes, 23 de abril de 2012


El viaje





Esther y Rodrigo llevaban un rato sin hablar. Ella conducía con una mano, dejando la otra fuera de la ventanilla, como quien reta el viento creado por la velocidad.


El paisaje se le antojaba, a ella, un desierto con manchas verdosas, desiguales y caprichosas; a él le parecía una mezcla absurda de piedras y árboles, un encuentro ilógico y fortuito entre algo semejante a los valles áridos del sur y los pinos húmedos de latitudes opuestas. Mentalmente calificó el paraje de absurdo, por la incongruencia de la combinación ; la extensión rocosa, sembrada de islas de vegetación producía una sensación de desamparo amordazante y mantenía callados a los viajeros. En ningún momento comentaran o compartieran el malestar que ambos sentían.


En los momentos tensos, Rodrigo solía actuar de forma envalentonada, sin caer no obstante en la bravuconería; Esther por lo contrario, se mostraba de una dulzura serena. Sus interlocutores se rendían ante su delicadeza y su sonrisa inocente. En la situación en la que se encontraban, el curioso paraje y el extraño silencio de la travesía, intensificaban el carácter de cada uno.


Esther mantenía una velocidad constante y prudente, mientras que Rodrigo, sensible al ambiente agobiante, empezaba a hervir interiormente; analizaba el entorno y lo consideró hostil; su instinto le preparaba de alguna manera para una hipotética pelea cuerpo a cuerpo.


De repente, el motor expulsó un sonido estridente y Esther dio un volantazo, intentando evitar que el vehículo saliera de la pista. Después del frenazo y del giro violento del coche, éste se inmovilizó a pocos centímetros de uno de los altos pinos de una isleta de vegetación que debía medir unos diez metros de diámetro.


En una ocasión similar, Rodrigo hubiese explotado en reproches por el trompo que precedió a la brusca parada del vehículo; sin embargo quedó totalmente paralizado y mudo. Esther, que por lo normal en ese tipo de circunstancias, se hubiese puesto a temblar y a llorar, descargó una retahíla de improperios y pegó un sentido puñetazo en el volante, lo que disparó el claxon. Enfurecida por el ruido, siguió dando puñetazos hasta que la bocina calló.


Salieron del coche y de inmediato se encontraron metidos en un fango maloliente que les cubría los tobillos. Rodrigo caminó con dificultad hasta la parte arenosa pero al pisarla, tuvo que regresar rápidamente al lodo: “¡Esto quema como la lava de un volcán!”, le gritó a Esther. Volvió al coche y se sentó con las piernas hacia fuera, intentando sacudir, o más bien escurrir, el barro que tenía pegado a sus deportivas.


Esther había abierto el capó y miraba el motor con ira. No entendía nada de mecánica pero supo dar con el problema y sacó las herramientas del maletero. Solucionó la avería en pocos minutos. Entre tanto, Rodrigo no había dejado de limpiar sus zapatillas, para lo que uso toda la caja de kleenex que guardaban en la guantera. Cuando Esther le dijo que le ayudara a empujar el coche hasta el pedregal, le resultó rara aquella petición, como si la responsabilidad del viaje fuera exclusiva de ella. Tampoco se extrañó que Esther, sin su ayuda, hubiera resuelto la reparación. En ese momento, acababa de fijarse en unas ramas bajas que rozaban el coche y arrancó algunas hojas muy anchas que crecían entre las agujas del pino. Las tiró en el asiento trasero del coche cuando Esther se impacientó y le mandó colocarse a su lado para llevar el coche hasta la pista y poder seguir la ruta.


Les costó bastante deslizar el vehículo, ya que no conseguían arrancarlo. Una vez en la parte arenosa, saltaron a sus respectivos asientos, teniendo en cuenta lo que Rodrigo había experimentado: el suelo y las rocas estaban realmente ardiendo, sin que su aspecto dejara prever cual era su temperatura.


Una vez en la pista, el coche arrancó a la primera tentativa y retomaron el viaje. Esther hablaba de forma vehemente y Rodrigo, cabizbajo, la escuchaba sin rechistar. Después de un tiempo, se acordó de las hojas de aquel pino atípico, y se volvió en su asiento para alcanzar una de ellas. Se puso a masticarla; sabía a regaliz y a limón, no sabría decidir el sabor que más destacaba. Le dio un trocito a Esther: “Pruébala, está rica y es refrescante”. Esther aceptó. Tras unos minutos, Esther sintió una onda de ansiedad subir de su pecho a sus ojos y empezó a llorar desconsoladamente. Rodrigo en ese mismo momento, soltó un hondo suspiro que más bien era un grito: “¡Para ahora mismo! Voy a conducir yo; no sé lo que nos ha pasado, pero no pienso dejar que vuelva a ocurrir.”




Antoinette Marmolejo, novembre 2011

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