El viaje
Esther y Rodrigo llevaban un rato sin
hablar. Ella conducía con una mano, dejando la otra fuera de la
ventanilla, como quien reta el viento creado por la velocidad.
El paisaje se le antojaba, a ella, un
desierto con manchas verdosas, desiguales y caprichosas; a él le
parecía una mezcla absurda de piedras y árboles, un encuentro
ilógico y fortuito entre algo semejante a los valles áridos del sur
y los pinos húmedos de latitudes opuestas. Mentalmente calificó el
paraje de absurdo, por la incongruencia de la combinación ; la
extensión rocosa, sembrada de islas de vegetación producía una
sensación de desamparo amordazante y mantenía callados a los
viajeros. En ningún momento comentaran o compartieran el malestar
que ambos sentían.
En los momentos tensos, Rodrigo solía
actuar de forma envalentonada, sin caer no obstante en la
bravuconería; Esther por lo contrario, se mostraba de una dulzura
serena. Sus interlocutores se rendían ante su delicadeza y su
sonrisa inocente. En la situación en la que se encontraban, el
curioso paraje y el extraño silencio de la travesía,
intensificaban el carácter de cada uno.
Esther mantenía una velocidad
constante y prudente, mientras que Rodrigo, sensible al ambiente
agobiante, empezaba a hervir interiormente; analizaba el entorno y lo
consideró hostil; su instinto le preparaba de alguna manera para
una hipotética pelea cuerpo a cuerpo.
De repente, el motor expulsó un sonido
estridente y Esther dio un volantazo, intentando evitar que el
vehículo saliera de la pista. Después del frenazo y del giro
violento del coche, éste se inmovilizó a pocos centímetros de uno
de los altos pinos de una isleta de vegetación que debía medir unos
diez metros de diámetro.
En una ocasión similar, Rodrigo
hubiese explotado en reproches por el trompo que precedió a la
brusca parada del vehículo; sin embargo quedó totalmente
paralizado y mudo. Esther, que por lo normal en ese tipo de
circunstancias, se hubiese puesto a temblar y a llorar, descargó una
retahíla de improperios y pegó un sentido puñetazo en el volante,
lo que disparó el claxon. Enfurecida por el ruido, siguió dando
puñetazos hasta que la bocina calló.
Salieron del coche y de inmediato se
encontraron metidos en un fango maloliente que les cubría los
tobillos. Rodrigo caminó con dificultad hasta la parte arenosa pero
al pisarla, tuvo que regresar rápidamente al lodo: “¡Esto quema
como la lava de un volcán!”, le gritó a Esther. Volvió al coche
y se sentó con las piernas hacia fuera, intentando sacudir, o más
bien escurrir, el barro que tenía pegado a sus deportivas.
Esther había abierto el capó y miraba
el motor con ira. No entendía nada de mecánica pero supo dar con el
problema y sacó las herramientas del maletero. Solucionó la avería
en pocos minutos. Entre tanto, Rodrigo no había dejado de limpiar
sus zapatillas, para lo que uso toda la caja de kleenex que
guardaban en la guantera. Cuando Esther le dijo que le ayudara a
empujar el coche hasta el pedregal, le resultó rara aquella
petición, como si la responsabilidad del viaje fuera exclusiva de
ella. Tampoco se extrañó que Esther, sin su ayuda, hubiera resuelto
la reparación. En ese momento, acababa de fijarse en unas ramas
bajas que rozaban el coche y arrancó algunas hojas muy anchas que
crecían entre las agujas del pino. Las tiró en el asiento trasero
del coche cuando Esther se impacientó y le mandó colocarse a su
lado para llevar el coche hasta la pista y poder seguir la ruta.
Les costó bastante deslizar el
vehículo, ya que no conseguían arrancarlo. Una vez en la parte
arenosa, saltaron a sus respectivos asientos, teniendo en cuenta lo
que Rodrigo había experimentado: el suelo y las rocas estaban
realmente ardiendo, sin que su aspecto dejara prever cual era su
temperatura.
Una vez en la pista, el coche arrancó
a la primera tentativa y retomaron el viaje. Esther hablaba de forma
vehemente y Rodrigo, cabizbajo, la escuchaba sin rechistar. Después
de un tiempo, se acordó de las hojas de aquel pino atípico, y se
volvió en su asiento para alcanzar una de ellas. Se puso a
masticarla; sabía a regaliz y a limón, no sabría decidir el sabor
que más destacaba. Le dio un trocito a Esther: “Pruébala, está
rica y es refrescante”. Esther aceptó. Tras unos minutos, Esther
sintió una onda de ansiedad subir de su pecho a sus ojos y empezó a
llorar desconsoladamente. Rodrigo en ese mismo momento, soltó un
hondo suspiro que más bien era un grito: “¡Para ahora mismo! Voy
a conducir yo; no sé lo que nos ha pasado, pero no pienso dejar que
vuelva a ocurrir.”
Antoinette Marmolejo, novembre 2011

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