Hablando con las cosas
Le hablo a las cosas. ¿Y?
Animo a mi coche cuando no arranca: “Anda, Bonito, ¡tú puedes!, no me hagas llegar tarde.” Le regaño al microondas: “40 segundo y el café sigue templado. Se nota que no pagas tú el recibo de la luz.” Agradezco al radiador su eficiencia: “Que a gustito me haces sentir en casa.”
Las cosas me rodean, me sirven, me ayudan; también me provocan y me disgustan. Forman parte ineludible de mi vida cotidiana y aunque no siento apego por la casi totalidad de ellas, considero natural expresar mis pensamientos hacia ellas; por eso les hablo cuando las necesito o las utilizo. ¿Quién no se ha sentido más favorecido por una prenda que le gusta vestir? ¿Quién no ha jugado con un objeto, sintiéndole cómplice: un vals con una escoba, un micro improvisado con un bocata, o al igual que hace Proust en aquella foto antigua, quién no ha convertido una raqueta en una guitarra imaginaria?
Establezco una relación divertida y unilateral con los objetos, aunque de esto último no estoy del todo segura. Las cosas, a veces, se comportan como duendes traviesos, se esconden, se hacen invisibles, se trasladan misteriosamente de un lugar a otro. Yo prefiero plantearlo de esa manera a preocuparme por un posible e incipiente Alzheimer.
Le hablo a las cosas. Hasta hoy, ninguna se ha quedado de ello.
II.
TÚ
“¡Que manía tienes con hablarle a las cosas! ¿A caso crees que alguna vez te van a contestar? Ni que tuvieran vida propia. Pareces una loca, eres una chiflada. Si tuvieras menos pajaritos en la cabeza, le hablaría solo a las personas, como hace la gente normal. ¡Eres exasperante! ¿Por qué a mí no me hablas, en lugar de mirarme con esa sonrisa de estúpida?”
¿Recuerdas, Judith, cuando tomaste el portarretrato y sacaste la foto? Le decías, mientras la rompías en trocitos muy chiquititos: “Llevabas toda la razón: estaba chiflada. Pero la única tontería era quedarme contigo.” También intentabas aportar algún consuelo a los papelitos: “Así de pequeñines, os dolerá menos llevar impresa su crueldad.” Luego, con una gran sonrisa -nada estúpida-, echaste los pedacitos a la basura.
III. ÉL
Cuando Alfonso se dio cuenta de que le hablaba a su agenda, se sintió descolocado.
Alfonso es ejecutivo en una gran empresa, maneja asuntos importantes y complicados, negocia con personas igualmente primordiales. Pero le habla a su agenda.
Al ojearla, le pregunta: “¿Qué me tienes preparado para esta tarde? ¡Que déspota te muestras, esta cita me deja sin domingo! ¿Cómo se te ha ocurrido confirmar a Mónica para las 21:00 cuando sabes perfectamente que la reunión no acabará antes de las 22:00? ¡Menudo pollo me va a montar!”
Desde hace un tiempo Alfonso se dirige a su agenda, inconsciente y mentalmente, pero en la última semana, le habla de verdad; abre la boca y salen palabras. Le habla como si el cuadernillo pudiera oírle, como si la agenda tuviera intenciones y criterio propio. Alfonso, pues, lleva una semana de muy mal humor. A pesar de ser un hombre amable y de buen trato, en realidad carece del sentido del humor. La absurda costumbre que ha tomado, le contraría más de lo que hubiese esperado.
Ha establecido con su libreta, una familiaridad que no suele caber en sus relaciones personales, incluso en las más cercanas. Trata a su agenda con la confianza que por lo general, evita asentar con las personas.
Cuando se percató de ello, Alfonso experimentó una honda sensación de desaliento, un sentimiento hasta entonces desconocido pero que supo inmediatamente definir: la tristeza. Miró la libreta con tapas de piel y sus iniciales grabadas, se encontraba cerrada, delante de él. Suspiró: “Sin ti, ¡que solo estoy!”
Antoinette
Marmolejo, 24 noviembre 2011