lunes, 30 de abril de 2012

Hablando con las cosas




I . Yo





Le hablo a las cosas. ¿Y?

Animo a mi coche cuando no arranca: “Anda, Bonito, ¡tú puedes!, no me hagas llegar tarde.” Le regaño al microondas: “40 segundo y el café sigue templado. Se nota que no pagas tú el recibo de la luz.” Agradezco al radiador su eficiencia: “Que a gustito me haces sentir en casa.”
Las cosas me rodean, me sirven, me ayudan; también me provocan y me disgustan. Forman parte ineludible de mi vida cotidiana y aunque no siento apego por la casi totalidad de ellas, considero natural expresar mis pensamientos hacia ellas; por eso les hablo cuando las necesito o las utilizo. ¿Quién no se ha sentido más favorecido por una prenda que le gusta vestir? ¿Quién no ha jugado con un objeto, sintiéndole cómplice: un vals con una escoba, un micro improvisado con un bocata, o al igual que hace Proust en aquella foto antigua, quién no ha convertido una raqueta en una guitarra imaginaria?

Establezco una relación divertida y unilateral con los objetos, aunque de esto último no estoy del todo segura. Las cosas, a veces, se comportan como duendes traviesos, se esconden, se hacen invisibles, se trasladan misteriosamente de un lugar a otro. Yo prefiero plantearlo de esa manera a preocuparme por un posible e incipiente Alzheimer.
Le hablo a las cosas. Hasta hoy, ninguna se ha quedado de ello.



II. TÚ




“¡Que manía tienes con hablarle a las cosas! ¿A caso crees que alguna vez te van a contestar? Ni que tuvieran vida propia. Pareces una loca, eres una chiflada. Si tuvieras menos pajaritos en la cabeza, le hablaría solo a las personas, como hace la gente normal. ¡Eres exasperante! ¿Por qué a mí no me hablas, en lugar de mirarme con esa sonrisa de estúpida?”

¿Recuerdas, Judith, cuando tomaste el portarretrato y sacaste la foto? Le decías, mientras la rompías en trocitos muy chiquititos: “Llevabas toda la razón: estaba chiflada. Pero la única tontería era quedarme contigo.” También intentabas aportar algún consuelo a los papelitos: “Así de pequeñines, os dolerá menos llevar impresa su crueldad.” Luego, con una gran sonrisa -nada estúpida-, echaste los pedacitos a la basura.

III.  ÉL




Cuando Alfonso se dio cuenta de que le hablaba a su agenda, se sintió descolocado.

Alfonso es ejecutivo en una gran empresa, maneja asuntos importantes y complicados, negocia con personas igualmente primordiales. Pero le habla a su agenda.
Al ojearla, le pregunta: “¿Qué me tienes preparado para esta tarde? ¡Que déspota te muestras, esta cita me deja sin domingo! ¿Cómo se te ha ocurrido confirmar a Mónica para las 21:00 cuando sabes perfectamente que la reunión no acabará antes de las 22:00? ¡Menudo pollo me va a montar!”

Desde hace un tiempo Alfonso se dirige a su agenda, inconsciente y mentalmente, pero en la última semana, le habla de verdad; abre la boca y salen palabras. Le habla como si el cuadernillo pudiera oírle, como si la agenda tuviera intenciones y criterio propio. Alfonso, pues, lleva una semana de muy mal humor. A pesar de ser un hombre amable y de buen trato, en realidad carece del sentido del humor. La absurda costumbre que ha tomado, le contraría más de lo que hubiese esperado.

Ha establecido con su libreta, una familiaridad que no suele caber en sus relaciones personales, incluso en las más cercanas. Trata a su agenda con la confianza que por lo general, evita asentar con las personas.
Cuando se percató de ello, Alfonso experimentó una honda sensación de desaliento, un sentimiento hasta entonces desconocido pero que supo inmediatamente definir: la tristeza. Miró la libreta con tapas de piel y sus iniciales grabadas, se encontraba cerrada, delante de él. Suspiró: “Sin ti, ¡que solo estoy!”




Antoinette Marmolejo, 24 noviembre 2011


Tarde de terral




Verano, tirano del Sur.

La luz cegadora y violenta se come el negro de las sombras, lo diluye en matices morados y violetas.

Estío hasta el hastío; calor agudo y cansino, el aire áspero del terral no ofrece consuelo. Apetece la arena húmeda del rebalaje donde se acompasa la respiración al latido del mar.

Verano festivo de los atardeceres llenos de fragancias frescas: jazmín, hierba buena y algas marinas. Olores de ocio: brasas de una moraga, vainilla y turrón por el paseo marítimo, biznagas y romero.

Verano de contrastes. Calles aciagas y vacías en el sopor sudoroso de la sobremesa; bullicio variopinto en las terrazas abarrotadas durante las noches ruidosas e insomnes.

Todo torna más intenso en verano. En alerta viven los sentidos, se aprecian múltiples y densas las sensaciones. Más jocosa y exaltada nace la alegría, más injusta y cruel duele la soledad.

Verano en movimiento. Los cuerpos ligeros de ropa se echan al monte, a la playa, buscando el frescor de la sombra y del agua para aliviar el peso del calor. Rompemos lo estático, cambiamos las rutinas. Para emprender viajes, para renovar encuentros.

El verano tiñe el tiempo de urgencia: la de vivir.



Antoinette Marmolejo. 6.7.2011

lunes, 23 de abril de 2012


El viaje





Esther y Rodrigo llevaban un rato sin hablar. Ella conducía con una mano, dejando la otra fuera de la ventanilla, como quien reta el viento creado por la velocidad.


El paisaje se le antojaba, a ella, un desierto con manchas verdosas, desiguales y caprichosas; a él le parecía una mezcla absurda de piedras y árboles, un encuentro ilógico y fortuito entre algo semejante a los valles áridos del sur y los pinos húmedos de latitudes opuestas. Mentalmente calificó el paraje de absurdo, por la incongruencia de la combinación ; la extensión rocosa, sembrada de islas de vegetación producía una sensación de desamparo amordazante y mantenía callados a los viajeros. En ningún momento comentaran o compartieran el malestar que ambos sentían.


En los momentos tensos, Rodrigo solía actuar de forma envalentonada, sin caer no obstante en la bravuconería; Esther por lo contrario, se mostraba de una dulzura serena. Sus interlocutores se rendían ante su delicadeza y su sonrisa inocente. En la situación en la que se encontraban, el curioso paraje y el extraño silencio de la travesía, intensificaban el carácter de cada uno.


Esther mantenía una velocidad constante y prudente, mientras que Rodrigo, sensible al ambiente agobiante, empezaba a hervir interiormente; analizaba el entorno y lo consideró hostil; su instinto le preparaba de alguna manera para una hipotética pelea cuerpo a cuerpo.


De repente, el motor expulsó un sonido estridente y Esther dio un volantazo, intentando evitar que el vehículo saliera de la pista. Después del frenazo y del giro violento del coche, éste se inmovilizó a pocos centímetros de uno de los altos pinos de una isleta de vegetación que debía medir unos diez metros de diámetro.


En una ocasión similar, Rodrigo hubiese explotado en reproches por el trompo que precedió a la brusca parada del vehículo; sin embargo quedó totalmente paralizado y mudo. Esther, que por lo normal en ese tipo de circunstancias, se hubiese puesto a temblar y a llorar, descargó una retahíla de improperios y pegó un sentido puñetazo en el volante, lo que disparó el claxon. Enfurecida por el ruido, siguió dando puñetazos hasta que la bocina calló.


Salieron del coche y de inmediato se encontraron metidos en un fango maloliente que les cubría los tobillos. Rodrigo caminó con dificultad hasta la parte arenosa pero al pisarla, tuvo que regresar rápidamente al lodo: “¡Esto quema como la lava de un volcán!”, le gritó a Esther. Volvió al coche y se sentó con las piernas hacia fuera, intentando sacudir, o más bien escurrir, el barro que tenía pegado a sus deportivas.


Esther había abierto el capó y miraba el motor con ira. No entendía nada de mecánica pero supo dar con el problema y sacó las herramientas del maletero. Solucionó la avería en pocos minutos. Entre tanto, Rodrigo no había dejado de limpiar sus zapatillas, para lo que uso toda la caja de kleenex que guardaban en la guantera. Cuando Esther le dijo que le ayudara a empujar el coche hasta el pedregal, le resultó rara aquella petición, como si la responsabilidad del viaje fuera exclusiva de ella. Tampoco se extrañó que Esther, sin su ayuda, hubiera resuelto la reparación. En ese momento, acababa de fijarse en unas ramas bajas que rozaban el coche y arrancó algunas hojas muy anchas que crecían entre las agujas del pino. Las tiró en el asiento trasero del coche cuando Esther se impacientó y le mandó colocarse a su lado para llevar el coche hasta la pista y poder seguir la ruta.


Les costó bastante deslizar el vehículo, ya que no conseguían arrancarlo. Una vez en la parte arenosa, saltaron a sus respectivos asientos, teniendo en cuenta lo que Rodrigo había experimentado: el suelo y las rocas estaban realmente ardiendo, sin que su aspecto dejara prever cual era su temperatura.


Una vez en la pista, el coche arrancó a la primera tentativa y retomaron el viaje. Esther hablaba de forma vehemente y Rodrigo, cabizbajo, la escuchaba sin rechistar. Después de un tiempo, se acordó de las hojas de aquel pino atípico, y se volvió en su asiento para alcanzar una de ellas. Se puso a masticarla; sabía a regaliz y a limón, no sabría decidir el sabor que más destacaba. Le dio un trocito a Esther: “Pruébala, está rica y es refrescante”. Esther aceptó. Tras unos minutos, Esther sintió una onda de ansiedad subir de su pecho a sus ojos y empezó a llorar desconsoladamente. Rodrigo en ese mismo momento, soltó un hondo suspiro que más bien era un grito: “¡Para ahora mismo! Voy a conducir yo; no sé lo que nos ha pasado, pero no pienso dejar que vuelva a ocurrir.”




Antoinette Marmolejo, novembre 2011

Las hormiguitas







"Pernette, pernette, va dire au bon Dieu, qu´il fasse, qu´il fasse beau temps pour demain!”*



A Alejandro le gustan los insectos. Desde hace más de veinte años, colecciona toda clase de ilustraciones, dibujos y fotos que tratan de odonatos, ortópteros, lepidópteros, dípteros, hemípteros, coleópteros y himenópteros, sus predilectos. Sospecho que estos nombres le suenan a la gran mayoría de la gente, a chino mandarín. Alejandro le aclararía a cualquiera y sin la menor duda, que las maravillosas mariposas forman parte de los lepidópteros; cada año aplaude delante del televisor, el fantástico espectáculo de cientos de miles de grandes mariposas monarca revoloteando juntas.
Pidió que le llevaran a verlas, allá donde esos altos árboles. Su padre le explicó que estaban muy lejos en un país que se llama México y que no era posible ir; le regaló un poster genial con enormes racimos de mariposas y lo pegó en la puerta del dormitorio. Con igual conocimiento, Alex se reiría mucho si alguien afirmara que son insectos una araña, un escorpio o un ciempiés; burdo error pues los artrópodos, como es bien sabido, tienen más de tres pares de patas.

Nadie se atreve a pisar una hormiga, menos aún a aplastar una molesta mosca en presencia deA lejandro. ¿He calificado la mosca de molesta? Ya está Alex recriminándome: “¡No entiendes nada, las moscas son fabulosas!” Usa los superlativos con suma destreza, la misma con la que me deja K.O.: “Ya quisieras tú ver como ellas, muchas veces”.

Alejandro se entretuvo ayer un largo rato observando a una avispa que se posó en el cristal de la ventana. Desde el interior, Alex pegó su cara al cristal, muy cerquita de ella y ambos quedaron inmóviles mientras su madre freía las croquetas. Luego comiendo, le explicó que la avispa no se fue porque sabe que él, es su amigo y la emérita cocinera también sabe que es la pura verdad.

La mamá de Alejandro, a quien le van pesando los años, nunca se queja. Cuando todos se hayan acostado, volverá a la cocina a barrer las miguitas de pan que quedan en el suelo. Un día más, resistirá a la terrible tentación de pulverizar el “FLIZZ” que tiene escondido en el escobero, aquel que acaba con “los bichos que hacen BZZZ y los que hacen CRZZZ”. Sobre todo porque no es necesario matar los inofensivos animalitos. Está convencida que nadie entendería que las hormigas jamás atentan contra su despensa; se limitan estrictamente a llevarse las mijitas de pan que les proporciona su hijo con tanto cariño como paciencia.

¿Se acepta escarabajo como animal de compañía?



*(En Francia los niños le cantan a las mariquitas, antes de soltarlas: Mariquita, mariquita ve y dile a Diosito que mañana haga buen tiempo.)

Antoinette Marmolejo, noviembre 2011

Palabra: verdad y mentira




La palabra es libertad, la palabra sana, la palabra establece puentes entre las personas, los pueblos.
La palabra es mentira, la palabra es disfraz, la palabra es arma, la palabra hiere.


Me resulta curioso que una idea, un hecho al presentarse en un soporte escrito, se revista de un aura de verdad. “Lo he leído en el periódico”, “está publicado en la red”. ¿Y qué?


A menudo, leo afirmaciones totalmente falsas, hace unos minutos leí un artículo que expresa la esencia contraria de quien lo ha escrito y que constituye una coartada de buena voluntad, para ocultar instintos dañinos y violentos.


Los políticos usan la palabra para manipular, los medios para influenciar en el sentido que convienen a los intereses de sus propietarios. Está escrito, sin embargo no es la verdad.
Hablamos de políticos, de mercados, de empresas, todo ello anónimo e indefinido.


Bajemos de esas esferas casi virtuales y quedémonos en un entorno cercano. ¿Quién no conoce a un manipulador sobresaliente, quién no sabe de alguien en concreto que alardea de lo que no es, quién no se indigna de ver triunfar a un lobo sanguinario en el papel de un hombre carismático y encantador? A menudo, las noticias sobre mujeres, niños, ancianos maltratados nos revelan ese tipo de hombres que poseen una pasmosa habilidad para aparentar lo opuesto a lo que son en realidad. Son verdaderos prestidigitadores de la verdad, sus chisteras están llenas de dolor, de violencia, de amenazas y de mentiras, sin embargo sacan de ellas ramos de flores multicolores y conejitos mimosos.


Leemos y nos creemos que la palabra es verdad, cuando es sólo una herramienta, que ayuda, alivia, enriquece pero también se puede convertir en una espada escondida, como en aquellos bastones de empuñadura de exquisita plata repujada que esconden una punta mortífera.


Todos los libros no son buenos, todos los artículos no son veraces, todas las ideas no son respetables, todas las conductas no son admisibles. No es oro todo lo que reluce, o lo es para quienes optan por una ceguera moral voluntaria.


Morgane, abril 2012